Viajar: reinventarse, conocerse, perderse, encontrase, equivocarse y volver a empezar.
Una experiencia viajera de Carmina Gabarda

Para mí viajar es algo más que conocer nuevos lugares, viajar es una forma de vivir, de desarrollarte como individuo y de adquirir un bagaje cultural que te enriquece como persona. Es exponerse por propia voluntad a un cambio drástico de la costumbre y la repetición. Levantarte cada día en un sitio diferente, hacer esfuerzos con la comida, el idioma, la moneda, las formas de transporte, los horarios, los tiempos del otro. Viajar siempre es un reto, y cada vez que viajas, te enfrentas a nuevos lugares y a personas diferentes, y esa situación ayuda a conocerte mejor a ti mismo. Viajar tiene sus riesgos, pero también tiene su recompensa. Viajar agudiza la destreza mental, la intuición y el instinto de supervivencia. Viajar es un ejercicio de tolerancia, paciencia y perspicacia. Viajar te da alas, te provee libertad, te aporta energía, te llena de ideas nuevas y fomenta la imaginación, trasforma la perspectiva con la que usualmente miras tu mundo y te abre nuevas puertas. Es aprender y equivocarse.
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- Viajo sola. Foto: Carmina Gabarda
Era la novena vez que cogía la mochila y me iba sola, esta vez me organicé un tour para ver algunas ciudades europeas que tenía pendiente en mi lista. Bruselas como punto de partida y Berlín como llegada. Antes de llegar a Berlín tenía dos paradas previstas en Ámsterdam y Colonia. Un total de 3 países y 4 ciudades. Pero esta vez me propuse probar una forma diferente de viajar, Couchsurfing. Antes de lanzarme leí en muchos foros esta modalidad de alojamiento y la gran mayoría de las opiniones y experiencias de viajeros eran positivas, y todos coincidían en lo mismo; lo mejor de Couchsurfing era conocer el lugar de la mano de una persona local, lo que te permitía ver la ciudad desde un punto de vista distinto al turista, y eso me atraía mucho. Lo único que me frenaba era prescindir de la libertad de entrar y salir a descansar cuando quisiera, al dormir en casa de alguien, tus horarios se ven limitados al de esa persona, por eso me propuse probarlo solamente las dos primeras noches del viaje. Llegué a Ámsterdam y tras una serie de contratiempos encontré la casa donde pasaría las dos noches. Me salió mal. El chico que me hospedaba me robó dinero la primera noche mientras me duchaba, cogió mi DNI y una de mis tarjetas de crédito y le hizo fotos para posteriormente, cuando escribí una mala referencia en Couchchurfing, amenazarme con publicar mis datos personales. En cuanto me di cuenta busqué un hotel para pasar la segunda noche y cuando regresé a por mis cosas las había tirado en la puerta de la casa. Me asusté. Por un momento me planteé ir a la policía, al consulado y hasta coger un avión y volver a casa. Pero no. Era mi viaje. No podía dejar que me asustaran, ni que tuviese miedo. Era mío. Estaba bien, por suerte a mi no me hizo nada. Así que llegué a una cafetería al lado de un canal de Ámsterdam, estaba atardeciendo. Me pedí un vino, me puse el último disco de Beach House, respiré hondo y decidí empezar mi viaje de cero. Y Así fue. Reinicié, reinventé mi aventura. Por una serie de circunstancias y de experiencias que he vivido a lo largo de mi vida, he aprendido a reinventarme, a saber empezar. Y así lo hice.
Como dice Reverte, “viajar es sobre todo un acto de humildad permanente, porque descubres que te equivocas más de lo que podías pensar. Tus prejuicios se desvanecen y tus principios se recortan en número, aunque se hacen más fuertes en calidad”. Y así fue. Reconocí el error de dejar toda mi confianza en un extraño, y me salió mal. Pero no dejé que esa mala experiencia arruinara mi viaje. Aparté de mi mente la mala experiencia. Desde que voy a clases de meditación me resulta fácil ordenar la mente, priorizar lo bueno y dejar en un rincón lo menos bueno. Al final de todo te das cuenta que no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos. Por eso decidí volver a empezar.
Y empecé.
- Viajo sola. Foto: Carmina Gabarda
De los 8 días recorriendo Europa me llevo ciudades excepcionales, experiencias que de haberlo sabido de antemano, hubiese dudado de mi capacidad de afrontarlas y continuar. Me llevo lugares, vivencias y personas que siempre, me aportan algo positivo.
Me llevo la magia de Ámsterdam, ese halo místico que envuelve el cielo a la ciudad. Sus canales, sus paseos en bici, sus casas inclinadas, la libertad del barrio rojo, el olor a café y a marihuana, la historia de Ana Frank, el museo de Van Gogh, el siglo de oro holandés, el mercado de las flores, la melodía que suena en la plaza Dam a cada hora y que te pone los pelos de punta.
Me quedo con el atardecer en Colonia desde la otra parte del río Rhin. Ese momento en el que se apaga el cielo alemán y deja paso a la noche fría. Los trenes entrando a la ciudad por el puente Hohenzollern, los barcos de mercancías sin dejar de pasar por el Rhin mientras la Catedral enciende sus luces.
Me encantó la noche que pasé en un autobús cruzando toda Alemania hasta llegar a mi última parada; Berlín. Una noche escuchando mi lista de reproducción “música para viajar” y viendo ciudades como Düsseldorf o Hannover se iban apagando y dejaban un ambiente frío y a la vez tranquilo. Una noche compartiendo experiencias y chocolatinas con gente de otros países. Una noche en la que lo único que tenía que hacer, era dejarme llevar. Dormí poco pero fue suficiente.
Y llegué a mi último destino, Berlín.

Desperté con la noticia de los atentados de Bruselas. De haber planeado mi viaje al revés, podía haberme tocado a mí. O no, quién sabe. Lo cierto es que la noticia despertó todavía más mis sentidos e hizo que disfrutara de Berlín al 100%.
Me enamoré de la East side gallery, se me pusieron los pelos de punta admirando el arte del muro mientras escuchaba a Paul Kalkbrenner. El monumento al holocausto me dejó sin aliento. Paseé por la isla de los museos. Admiré la puerta de Brandemburgo desde la plaza París. Imaginé por un momento cuando Berlín era dos, me detuve en el Checkpoint Charlie durante unos minutos intentando imaginar cómo pasaban de un lado a otro. Sentí odio al pasar por encima del bunker de Hitler. Reviví la noche de los libros quemados. Me emocioné escuchando la última parte del ensayo de la filarmónica de Berlín. Admiré el skyline desde la cúpula del parlamento alemán. Lloré al volver del campo de concentración de Sachsenhausen. Comí un perrito caliente mientras oía el bullicio de la ciudad desde el Tiergarten. Me perdí por el barrio Kreuzberg y me inspiré admirando los escaparates… Y Berlín me dio más de lo que esperaba. De repente me hizo ver una cosa; ver que estaba viva y era feliz. Todo lo que viví durante el viaje me enseño algo que nunca se me olvidará: lo que no se vive, se muere.
Al volver de cada viaje siempre llego con la sensación de haber recargado la mente y el espíritu. Y lo más importante, de haberme reinventado una y otra vez. Al fin y al cabo viajar es atreverse a que sucedan cosas nuevas.
Carmina Gabarda
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